15 octubre 2013

La tragedia olvidada: el accidente del Metro de la ciudad de México en 1975

LA TRAGEDIA OLVIDADA
PRIMERA DE TRES PARTES
Ese lunes particularmente nublado de 1975, cuando nadie se esperaba que un boleto del Metro le cambiara la vida, figura entre los registros de las más grandes tragedias del transporte urbano subterráneo en el mundo, pero en México ha sido casi olvidado.
“Todo estaba normal, hasta que el convoy de adelante comenzó a pare y pare”, dijo el operador Carlos Fernández Sánchez, de 21 años aquella mañana del 20 de octubre.
Había salido de Tacuba, línea Dos, alrededor de las 9:05 de la mañana. Ya no era “hora pico”, pero cada uno de los carros del convoy llevaba aún entre 120 y 130 personas. La ciudad que habitaban comenzaba a crecer, ya tenía sus 7 millones y medio de personas.
Alrededor de las 9:36, el convoy tripulado por Fernández Sánchez se detuvo en Chabacano. Una estación adelante, el tren número 08, conducido por Alfonso Sánchez Martínez, otra vez paraba su corrida, porque la palanca de emergencia del carro número 06 había sido accionada, como ya había ocurrido antes en Hidalgo, Bellas Artes, Allende y Pino Suárez.
“Escuché con toda claridad y perfectamente que el Puesto de Control ordenó al tren de atrás que no avanzara, que debía detenerse de inmediato”, declaró Alfonso Sánchez. El operador “amarró” su tren, bajó de la cabina y se dispuso a desactivar la palanca.
Rodolfo Luis Flores Gutiérrez, esa mañana encargado de regular las corridas de la Línea Dos desde el mando central, dijo haber ordenado al operador del carro número 10 detenerse, “pero no escuché respuesta del conductor, y se me hizo raro porque era un hombre experimentado, con tres años de servicio como operario”.
“Como el Tren 08 se iba deteniendo, permití que el convoy que iba atrás se acercara a una estación de distancia, cuando lo normal eran dos, porque la demanda de pasaje todavía era alta”, dijo Flores Gutiérrez. Luego se “distrajo con otras cosas”.
Fernández Sánchez comenzó la marcha del Tren número 10 y poco a poco elevó la velocidad. Las luces de seguridad estaban en “Vía Libre”. Al subir la lomita del Viaducto Miguel Alemán no vio que había un tren estacionado en la siguiente estación. Cuando llegó a la cumbre del promontorio lo notó.
“Yo vi el tren en Viaducto, bajando el puente, el semáforo 1-2 me indicó Rojo, entonces quise frenar y no pude. El tren tendría que haberse frenado automáticamente, pero tampoco”, dijo. El convoy iba a unos 70 kilómetros por hora, la inercia y el peso le ganaron.
A las 9:40, el primer vagón del tren número 10 se estrelló contra el último vagón del tren número 08, “telescoparon”, provocando que ambos carros se elevaran, rompieran el techo del andén, y quedaran “mirando hacia el cielo” con una estela de por lo menos 31 muertos, unos 70 heridos de gravedad, otro centenar de heridos leves y la vida trastocada para cientos de personas.
Oficialmente, la colisión se debió exclusivamente a un error del conductor, un hombre de extracción humilde, sostén de sus padres y un hermano, soltero, quien purgó una pena de entre nueve y diez años, primero en la Penitenciaría de Lecumberri y luego en el Reclusorio Norte, y que salió de ahí para borrar su rastro.
Extraoficialmente, la defensa del inculpado y el sindicato del Metro denunciaron una serie de inconsistencias e irregularidades, pero fueron apabullados por el México de los años 70: una Comisión Especial, conformada por el Procurador Horacio Castellanos Coutiño, el director del Metro, Jorge Espinosa Ulloa y el secretario general de gobierno del Distrito Federal, creada por orden del presidente Luis Echeverría, encontró un único culpable, en apenas 5 días.
Quien busque los expedientes perdidos de la tragedia del Metro, tras 33 años de olvido, es posible que sólo encuentre silencio. Muchos de los protagonistas han muerto. Otros se perdieron de la mirada pública.
En el Archivo General de la Nación, que resguarda los archivos oficiales de la presidencia de Echeverría, no hay documentos relacionados con el caso. En el Archivo Histórico de la Ciudad de México, donde debía estar el expediente penal completo del conductor, sólo hay un oficio, del tamaño de media hoja carta.
Para la oficina de Prensa del Metro, el asunto es irrelevante. “Miramos para adelante”, dijeron.
Aquella tragedia, que trastocó la vida de la ciudad de México, ocurrió un lunes particularmente nublado. Olvidado.
SU VIDA NUNCA VOLVIÓ A SER IGUAL
En la Unidad Fovissste Miramontes, a Benigno Sánchez Mejorada se le conoce como “don Beni”, el sobreviviente del trenazo del Metro en 1975, porque aquella mañana de lunes, hace 33 años, su vida dio un vuelco.
“Yo vivía en la calle de Uruguay, estudiaba en la Preparatoria donde estudió Jacobo Zabludovsky. Yo conozco a Jacobo, éramos amigos. Yo era juez de atletismo en los Panamericanos, iba a las competencias en Ciudad Universitaria y me subí al Metro en Pino Suárez, pero ese día se suspendieron las competencias”, dice el hombre. Ni intenta detener el borbotón de palabras, de ideas como salmones que le brincan de la lengua.
“Yo era un atleta. Jugaba basquetbol, jugaba atletismo, maratones, me echaba mis cascaritas con Evanivaldo Castro Cabinho”, dice mientras sale de sus territorios, convencido de ir a visitar la estación Viaducto del Metro, el lugar donde una mañana como hoy muriera tanta gente: “No me da miedo, yo sí me subo al Metro”.
Don Beni tiene una sonrisa que dibuja apenas unos cuantos dientes en su sitio. Por ahí salen decenas de anécdotas que se superponen, se entrecruzan para que él haga una gran síntesis de su vida: “He sobrevivido a muchos accidentes”.
El que ahora nos ocupa le ocurrió en el tren número 08 del Metro, línea 2, dirección Tasqueña, a las 9:40 de la mañana de aquel octubre, pero lo que recuerda, al menos lo que puede contar sin atropellarse, es más bien poco: “Un pasante de medicina me pidió de favor que llevara yo a una mujer herida a un hospital de maternidad que está aquí enfrente. La llevé al hospital, iba sangrando, estaba descalabrada, y luego llamé a sus familias”.
¿Y qué sintió aquella mañana? “Pues sentí un poco de escalofrío, voy a ser sincero, ver tantas patrullas y ambulancias, pero de hecho yo nunca he tenido miedo de nada”.
“¿Y cómo dieron conmigo?”. La respuesta: su amigo Sandro habló de él en el ciberespacio. Lleva su mente a otra anécdota: “Los primeros días sí estaba espantado, para qué voy a decir que no, alguien que diga que no tiene miedo está mintiendo, pero después ya se me pasó”, dice. Sólo él sabe por qué.
—¿Y emocionalmente lo afectó? Sus amigos cuentan que, a raíz de ese accidente, quedó mal.
—¿Mentalmente? No. Yo soy más fuerte que eso. Me salvé porque esa mañana vi a un amigo que conocía de la primaria. Cuando a uno le toca, le toca, ¿no? A la muerte no hay que tenerle miedo.
De debajo de su ropa, don Beni saca un collar de mecates blancos y grises del que pende una botella con la figura de la Virgen de Guadalupe, a medio llenar de agua bendita en alguna iglesia de su rumbo. “Es mi manda, nunca me la quito. Ella me acompaña cuando subo al Metro”.
Ahora don Beni hace mandados, ayuda en mudanzas, acepta cualquier chamba para aportar a su familia que lo cuida y le ayuda con las medicinas siquiátricas que le suministran cuando lo necesita para estar en paz con sus recuerdos.
EL MÉXICO DE 1975
Es el penúltimo año del gobierno de Luis Echeverría y el país aún responde a un jefe único: él.
Su sucesor, José López Portillo, ya está en campaña, y en sus recorridos clama que “la solución somos todos”.
El país celebra los séptimos Juegos Panamericanos y, acorde con los festejos del Año Internacional de la Mujer, las taquilleras del Metro luchan por su basificación y mayores prestaciones salariales.
México es una ciudad de 7 millones de habitantes, y su más moderno medio de transporte, el Metro, enfrenta a un enemigo de 6 mil 400 unidades, que realiza un promedio de 8 millones de viajes al día: el pulpo camionero.
Uno de sus propietarios, el entonces recién electo gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, ejerce poder político para frenar el crecimiento del Metro, obstáculo para su negocio, por lo que entre 1971 y 1976 el sistema queda estancado en las líneas 1, 2 y un tramo de la 3, según documentan los investigadores de la UAM Bernardo Navarro y Jesús Rodríguez.
Es el tiempo en que la empresa francesa Bombardier, desarrolladora de ese transporte en la ciudad, sugiere la adquisición de un sistema de pilotaje automático para los nuevos trenes, mismo que el gobierno rechaza por sus altos costos.
Es la época en que el gobierno no se equivoca.
EN 5 DÍAS HALLARON AL CULPABLE
SEGUNDA DE TRES PARTES
Cuando Octavio Sentíes, regente de lo que era el Departamento del Distrito Federal, felicitó a los integrantes de la comisión especial creada por el presidente Luis Echeverría para investigar las causas del choque del Metro, ocurrida el 20 de octubre de 1975, el futuro de un hombre común ya había sido decidido en una oficina de gobierno.
“El accidente se debió a una imprudencia y descuido del C. Carlos Fernández Sánchez, al conducir el convoy número 10 de la estación Chabacano a la de Viaducto, en la que embistió al tren número 08”.
Con “el mayor espíritu de objetividad y absoluta carencia de prejuicios y concepciones predeterminadas”, como el mismo regente dijo, el secretario de Gobierno capitalino, Octavio A. Hernández; el procurador capitalino, Horacio Castellanos Coutiño, y el director general del Metro, Jorge Espinosa Ulloa, dictaminaron que el accidente había sido responsabilidad exclusiva del conductor del convoy.
“El operador dejó indebidamente fuera de servicio el dispositivo de paro automático”, “No accionó debidamente los demás sistemas de frenado”, “Conducía sin prestar debida atención al frente”, “No acató instrucciones expresas”, “Avanzó por iniciativa propia desde Chabacano hasta Viaducto para evitar un reporte por retrasos”, “Franqueó diversos semáforos en rojo”, “Incrementó la velocidad del convoy”.
Eran casi las cuatro de la tarde del sábado 25 de octubre de 1975. Los funcionarios habían cumplido “a la brevedad posible” la orden expresa de Echeverría: “Precisar, lo más rápido que sea dable, las causas determinantes del siniestro y la posible responsabilidad que de él se derive”. Rapidez hubo.
Dos días después, según el oficio 20432 del Hospital de Concentración de los Servicios Médicos Penales en la Cárcel Preventiva del Distrito Federal, el conductor del Metro, con el número de expediente 11021/75, ingresó a la Sala Uno de los Servicios de Medicina Interna del penal de Lecumberri, con el diagnóstico de “politraumatismo”. Después pasó al Reclusorio Norte.
El juicio, consignado en el Juzgado 11 Penal, concluyó su primera etapa el 20 de agosto de 1977, cuando el juez Juan Verniz sentenció a 14 años de prisión y a pagar una multa de 12 millones 800 mil pesos por daños al conductor Fernández Sánchez. El expediente de 3 mil fojas no ha sido localizado al día de hoy. Se trató, en palabras del entonces joven abogado Jesús Zamora Pierce, de una acción política, un juicio sumario contra un hombre a quien nunca se le garantizó un acceso a la justicia.
“La comisión era a todas luces ilegal porque la Constitución señala que ningún tribunal especial puede juzgar a un ciudadano”, dijo el jurista, quien había tomado la defensa del conductor Fernández Sánchez.
“Al juez no le quedó otra alternativa que dar visos de legalidad a un dictamen presentado por la comisión presidencial. Ellos nombraron una comisión de peritos integrada por gente que no eran profesionales ni técnicos ni especialistas”, dijo a EL UNIVERSAL entonces.
En dos cuartillas elaboradas en las oficinas del regente, la comisión aclaró que todos los componentes estaban en perfectas condiciones y que cualquier posibilidad de un sabotaje había sido descartada. Ese mismo sábado, Sentíes abordó el Metro rodeado de fotógrafos, “para confirmar que es muy seguro”.
Un peritaje especial de 90 páginas, elaborado por un equipo encabezado por el entonces integrante de la Academia Nacional de Ingeniería, Marco Antonio Murray Lasso, encontró errores graves en el diseño de las señales luminosas de las vías, fallas en los sistemas de frenado, exceso de trenes en el servicio de la línea 2, así como deficiencias evidentes en los sistemas de radiocomunicación de trenes y mandos centrales.
“Las fallas enumeradas —expuso el equipo— únicamente pudieron tener como consecuencia un alcance de trenes, por el hecho de que fueron recurrentes”, pero el juez dijo que ese peritaje “no se podía tomar en cuenta”. Aunque se apeló, los tribunales decidieron ratificar la sentencia. Los funcionarios de la comisión tuvieron destinos distintos: Octavio Hernández se retiró del servicio público y murió tiempo después; Horacio Castellanos fue senador, jurista de la Facultad de Derecho y hasta hace unos años magistrado del Tribunal de Justicia del Distrito Federal. El director del Metro, Espinosa Ulloa, fue gobernador de Veracruz y también ha muerto.
Carlos Fernández estuvo recluido hasta mediados de los años 80, cuando salió “por buena conducta”.
Eran las cosas que sucedían en el México de los años 70.
Un zumbido lo regresa al pasado
De todas las cosas que vio y vivió aquella mañana de 1975, la que más estremece a Alberto Mercado Morales, la que más le recuerda aquel momento de terror, es el zumbido que producen los trenes del Metro cuando pasan uno junto al otro: tiembla.
“Ese sonido me espanta. Hace como 16 años que no me subo al Metro. Afortunadamente ya no tengo necesidad de hacerlo, pero cuando me subía, escuchar ese zumbido me provocaba mucho miedo, no se por qué, pero me acuerdo que hasta me paralizaba”, dice.
Alberto habla de sus recuerdos, de aquella tragedia en que murieron por lo menos 31 personas, como quien cuenta esas pesadillas en que una escena lleva a otra, a muchas otras.
“Ya no hablo de esto, no me gusta: tengo bien grabada en la mente la imagen de un hombre que quedó atrapado entre los fierros retorcidos, pero se veía sólo de la cintura para abajo, no tenía pantalones, estaba en trusa, ensangrentado. Muchas noches me quedaba despierto pensando cómo pudo haber perdido el pantalón”, dice.
En esos años Alberto era un muchacho que había terminado la secundaria, que esperaba entrar a la vocacional, aficionado al futbol y jugador en la Liga Puerto Aéreo, que la mañana del 20 de octubre se dirigía a Portales para entregar un mandado que le había encomendado su tío, el dueño de una joyería del Centro en la que era mandadero. “Si el Metro se hubiera tardado un minuto más, me habría subido en el primer vagón. Como a cualquier chamaco me gustaba subirme en el primer vagón, para ir viendo al conductor. Ese día no lo hice, me subí en los vagones de en medio”.
Recuerda con claridad que sólo se sintió un enfrenón, que todos los pasajeros se golpearon, incluso unos contra otros, que luego de un rato se asomó por una puerta y vio que “algo había pasado”, que los bomberos los rescataron como una hora después.
Alberto también recuerda el momento en que caminó por un sendero entre las vías del Metro y que al llegar hasta el andén sus 15 años conocieron lo dantesco de la tragedia: “Tuvimos que caminar entre los muertos, los habían dejado en el andén, estaba todo chorreado de sangre, había cuerpos regados por todos lados, yo no creo que hayan sido 31, quizá fueron el doble”.
“SABOTAJE CAUSÓ ACCIDENTE”
TERCERA Y ÚLTIMA PARTE
22 de octubre de 2008
Hombre de una vida dentro del STC-Metro, Héctor Manuel Zavala Bucio, hoy integrante del sindicato de la empresa, ni siquiera titubea: “Fue un sabotaje”.
Habla del accidente en la estación Viaducto, de ese día de 1975 del que se sabe bien poco y quizá ya no exista prueba documental. “Su idea no era sacrificar inocentes, era nomás un alcance, un enganche de trenes, pero les falló”.
Aquella mañana del 20 de octubre, Zavala trabajaba en el Taller de Mantenimiento Menor en Tasqueña y era el secretario de Prensa y Propaganda del Comité Ejecutivo General del sindicato. Desde esa posición indagó el trasfondo del percance: “Desde el momento que se robaron la caja negra, la cinta de la caja, la téloc (cronotacógrafo), lo detectamos. Nunca apareció la cinta, ahí estaba la clave del accidente”.
“La gente tenía miedo de hablar”, cuenta, “era otra época. A muchos los callaron con dinero, o los hicieron callar con amenazas”.
Según Zavala, la intención era presionar al presidente Luis Echeverría, ante su negativa insistente a comprar el sistema de pilotaje automático del que carecían los trenes. “La idea no era un accidente de esa magnitud, no era sacrificar inocentes, era sólo un alcance, incluso un enganche de trenes, pero les falló”.
¿Quiénes? Da dos nombres: Octavio Sentíes, regente del Distrito Federal, y Jorge Espinosa Ulloa, director del Metro, integrante de la comisión especial que creó Echeverría para investigar el caso, luego gobernador de Veracruz, ahora ya fallecido.
“El testimonio más creíble —dice— fue el del ingeniero Juan Manuel Ramírez Caraza, director del Politécnico, subdirector del Metro muchos años, él fue el que me comentó… No se trataba de matar gente, sino de demostrarle a Echeverría que era factible un alcance si no se compraba un pilotaje automático”.
“Según me decía este ingeniero, él supo que la idea de Espinosa Ulloa y de los responsables de la operación era sacar esto, la idea era hacerlo en Allende, por eso el tren número 08 se iba parando, por eso le accionaban las palancas de emergencia”, dice.
Zavala recuerda una conversación con Ramírez Caraza, ya fallecido, en la que le contó que el regente Sentíes fue enfático al advertirle que no siguieran investigando un posible sabotaje, que había sido una falla humana y punto: “Fue una falla, señor regente”, habría acatado el entonces subdirector del Metro.
En esa acción, dice el dirigente sindical, quizá pudieron estar concertados el conductor del tren 10, Carlos Fernández Sánchez, y sobre todo el responsable del Puesto de Control Central de la línea 2, Rodolfo Luis Flores Gutiérrez, que observó cómo un tren se acercaba peligrosamente a otro y no hizo nada, y “luego incluso quedó mal de los nervios, se volvió loco, pues”. Ambos están vivos, aunque no ha sido posible saber su paradero.
Zavala cita aquel desplegado de 1975 al que hacen referencia tantos testimonios, en que se alertaba de un atentado días antes del accidente, pero dice: “Eso era un asunto político, una coincidencia nomás”. El trasfondo fue económico, asegura.
¿Cómo supo del sabotaje? Preguntando. En 1984 publicó un escrito, Crónica de un silencio, que se distribuyó entre los trabajadores del Metro. Ahí denuncia hechos que derivaron en el accidente de Viaducto, los motivos del silencio y el sacrificio de vidas inocentes.
¿Por qué nadie habló en tantos años? Quizá nunca pueda saberse con certeza. “A partir del accidente, al sindicato le fue mejor que nunca, nos dieron prestaciones, plazas, casas”, dice.
De por lo menos 31 hombres, mujeres y niños muertos, nadie habló más. Y hoy, desaparecidos los principales testigos, perdidos los documentos de esta historia convertida en retazos, apenas queda la evidencia de que el silencio es otro de los rostros de la corrupción.
“Me dijeron que me echara la culpa”
La última vez que se supo de Carlos Fernández Sánchez, el conductor del convoy del Metro que chocó contra otro en 1975, fue cuando denunció en EL UNIVERSAL las amenazas de que fue víctima tras la tragedia.
“Unos desconocidos me subieron a una camioneta a empujones y me taparon los ojos. En el vehículo hablaban todos al mismo tiempo, pero uno de ellos se impuso y me dijo: ‘Tú lo único que tienes qué decir es que eres el único culpable y que te arrojaste del convoy, recuerda que es por tu bien; si no, ya sabes”.
Preso en el Reclusorio Norte, dormitorio 08 zona III, luego de un breve paso por Lecumberri, hablaba el 26 de agosto de 1977 de las inconsistencias de su proceso; se decía chivo expiatorio y clamaba por justicia.
“Pude escapar en el primer momento, pero no lo hice porque no me sentía culpable. Además, es mentira que me haya aventado de la cabina, si lo primero que hice fue ayudar a los heridos, que entre fierros retorcidos reclamaban auxilio”, dijo al diario en una entrevista en la que se le cuestionó sobre cómo había podido sobrevivir si la cabina prácticamente se había desintegrado con el impacto, cómo pudo aún ayudar a otros heridos.
“Incluso solicité a la cajera de la estación Viaducto que me permitiera hablar por teléfono para avisar lo sucedido”, dijo.
Fernández Sánchez había escuchado su sentencia dos días antes, y había exigido un proceso justo, negándose a firmar la condena, según reseñan las crónicas de entonces.
“No firmo porque soy inocente de toda culpa, además no está presente mi abogado defensor, (Jesús) Zamora Pierce, debido a que no le notificaron este careo”, dijo desde la rejilla de prácticas aquella tarde. “Esto es injusto”, exclamó varias veces, según consignaron los reporteros, “mi juicio está plagado de anomalías; tan es así que desde que ingresé a Lecumberri estoy trabajando y eso no está en mi expediente”.
Después de esa entrevista, en la que el periodista reseña la estricta vigilancia que las autoridades del Reclusorio imponían a cuanto hablaba y decía el hombre, no existe información adicional de su caso.
Un libro, que el mismo Fernández aseguró que redactaría para hablar de la verdad sobre la tragedia del Metro, nunca llegó a publicarse… si es que pudo escribirlo.
Un viaje en la ‘tiendita anaranjada’
Dos esperan en el andén, mientras un tercero sube al convoy, próxima salida a Taxqueña, se acomoda sobre la panza la mochilita negra del tamaño de una torta, se hace hueco entre veintitantos pasajeros metidos en el pasillo, y deja que a “Camilo Sextooo, damita, caballero” le estalle la garganta: “Jamás, jamás he dejado de ser tuyo”.
La tiendita anaranjada sale de la estación San Cosme. Ya son las 9:33 horas de la mañana número 12 mil 54 desde aquel accidente en estas mismas vías. Al hombre del abdomen prominente, la barba sin rasurar, camiseta blanca que dice “¿Me das?”, piel color chicharrón, lo único que parece importarle son los pesos que pueda recibir por el talento de Camilo.
“Diez pesos le vale, 10 pesos le cuesta”, grita el gordo con una voz tan grumosa que algunos que van parados hasta se ladean cuando se arrima, sortean la curva del tren, lo ven pasar sin inmutarse y llegar hasta el final del carro con dos monedas más en su mochila.
Justo entonces empieza el canto de otra vendedora.
Es el Sistema de Transporte Colectivo-Metro del año 2008. El carro, casi lleno, se medio vacía en Hidalgo. Junto con la decena de personas que entra, se cuela el olor de dos pizzas con queso. Junto con la docena que baja, no acaba por irse el ruidero.
Apenas el carro entra en el túnel, cuatro chamacos con uniforme de secundaria empiezan a gritar que “ahí viene”, y luego se golpean unos a otros en las nucas porque no era cierto.
¿Qué ocurre en el Metro la mañana del 20 de octubre después de 33 años? Transita el “Hit Parade” con “Brisny Spis” a la cabeza, un hombre lee un periódico deportivo y le mienta la madre a un tal ¿Hideker?, un sordomudo deja una tarjetita de corazón en seis rodillas cercanas. Una mujer morena saca de su bolso un rimel negro y entre Allende y Zócalo embellece sus pestañas. Un ruido entra de afuera: un convoy pasa.
Justo cuando el tren deja Zócalo, otra vez los cuatro chavos comienzan a gritar, “ahora sí viene”, se paran frente a la ventana y de repente una galería de fotos los sorprende entusiasmados, publicidad en forma de tantos cuadros por segundo, qué gusto les da a los chamacos. El Metro, un transporte, también es un changarro.
Cuando el tren sale a superficie, el vagón lleva no más de 20 personas. En Chabacano es hora de caminar hasta el primer vagón y ver lo que un conductor debió mirar una mañana. Apenas ascender unos metros de la loma, ya es perfectamente visible el tren que está en Viaducto. Ya son las 9:39 en punto, pero es mejor olvidarlo, como hacen todos.